«El último barbero de La Villa» por Benjamín Trujillo

De chico chico, recuerdo ir acompañado; venía del Calvario o del almacén de mi padre, que entonces ya estaba en el Callejón del Estanco, donde hoy están los perros calientes de Genaro. Me dejaban en la puerta, le decían al barbero como debía pelarme y yo entraba y esperaba en el banco que estaba a la derecha de la entrada, frente al espejo. Había otro banco, al fondo, que casi estaba reservado para los barberos, para sentarse ellos, para tener algún instrumento musical y algunas revistas, pocas.

FOTOS: EDUARDO CASTRO

En silencio contemplaba a los señores que se pelaban y afeitaban, viendo todo a través del espejo, como una película. Caballeros trajeados con corbata, gente del campo, del interior, sin traje ni corbata pero pulcramente vestidos para venir a La Villa, a la capital; también gente de San Sebastián pero que también iban bien vestidos, nadie iba de cualquier manera a pelarse.

Desde aquellos tiempos ya fui consciente del espectáculo, de las conversaciones, de la música, de la pasión por los motores, por los barcos, por las distancias, por la geografía.

Cuando fui más grande y ya tenía licencia o “uso de razón” para moverme sin compañía, iba solo, solía ser por la tarde o los sábados por la mañana. 

“Dice mi madre que me pele al 1, que me deje la moña y que no me ponga brillantina” si mi niño contestaba Ángel, ¿tu eres el de D. Abraham, no? Si, si. Bueno ven pa acá. Sacaba una tabla que colocaba sobre los reposabrazos de la silla blanca y ahí me subía, babero blanco largo, que casi parecía un monaguillo y esperaba paciente a que preparara sus cosas, peines, cuchillas y tijeras.

En el banco del fondo, Maestro Manuel, que ya era mayor, estaba sentado en silencio, con sus gafas marrones o rojizas, parecidas al estilo Churchill, alguna vez me preguntaba por mi madre o por la escuela.

Ángel me acomodaba a su altura y empezaba a hacer sonar sus tijeras en el aire y de vez en cuando me cortaba algún pelo y entonces se giraba hacia su padre y describía algo ayudado por el movimiento de las tijeras en el aire “ ahora irá ese barco, el correíllo por ahí pa allá, chum, chum y las tijeras imitaban la entrada del barco en las olas, chum, chum, pasando La Punta de La Rasca…” los ojos de Maestro Manuel brillaban, sonreía y se incorporaba en el banco y en la charla. Hablaban de los motores del barco, de la bravura o calma de la mar, de la experiencia de algún pasajero o de un marinero.

Otra veces hablaban de un camión nuevo que había llegado a la isla o de los motores de La Unelco, la novedad tecnológica más importante de principios de los setenta. La descripción que hacían de ellos, si eran de doble leva, de las válvulas, del sonido, de las vibraciones, que para mí era arameo, suponía un mundo desconocido, lleno de onomatopeyas, de pasión por cosas inusuales en mi vida, de imaginación y narración desbordante. A veces, si Ángel iniciaba una historia y su padre no le atendía, pronunciaba una frase de llamada a la conexión cuando menos, muy original y curiosa ¿Pa usted es inglés o está en la conversación?.

Seguía pelándome con calma y de repente aparecía la música, abandonaba el lugar frente al espejo, detrás de mí y se sentaba junto a su padre. Sacaban guitarras o bandurria y guitarra, no lo recuerdo muy bien y entonaban un fragmento de isa o de folía, o un trozo de un bolero, solo con los instrumentos o cantando muy, muy bajito.

Los Barberos, como se conocía a la familia, eran músicos, formaban una buena parranda y amenizaron bailes; todos sabían tocar algún instrumento y hoy en día a los jóvenes descendientes de esa familia les pasa a muchos lo mismo y continúan siendo apasionados de la música y los instrumentos.

Más tarde, yo ya adolescente y sabedor Ángel de mis ideas de esos tiempos, hablamos del comunismo, nunca escondió sus preferencias y militancia y me contaba historias de la guerra de España, de la Unión Soviética, de los tanques, de los aviones.

La calle Trasera con el paso del tiempo fue perdiendo lugares que fueron pequeños templos en este pueblo, la zapatería de Manuel, La Telefónica, más tarde Víveres Mabe (la primera tienda moderna de comestibles); se fue muriendo o transformando.

Ángel siguió trabajando hasta muy mayor, iba a la barbería cada día, con sus ojos casi orientales, sus andares lentos, su parsimonia y abría su negocio, lo que fue su vida.

Sus historias se fueron silenciando, yendo a parar a la memoria de algunos, y la puerta del último barbero de La Villa, con él o cerrada, sigue siendo testigo de ese templo.

P.D. Me gustaría dedicar especialmente este artículo a José Manuel Martín Herrera, sobrino de Ángel, “culpable” inicial de mi pasión futbolística y que me enseñó tantas otras cosas.

Benjamín Trujillo

FOTOS: EDUARDO CASTRO

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