«El amor y los higos de leche en las medianías del sur» por Benjamín Trujillo

Era septiembre y ya quedaban pocas fiestas de verano. Pensar que ese fin de semana eran las del Paso en Alajeró lo  sacó de la monotonía de playa, siestas y libros de esos días. Tenía ganas de jarana, de rones, gente y orquestas. Tenía que pensar con quién ir y volver, que eso siempre era un problema, que con el que fueras te trajera. Cuando no tenías coche, cada fiesta o cada salida nocturna era una aventura, si el dueño del coche ligaba, malo; había que esperar a que terminaran sus amoríos y eso significaba en muchos casos horas de frío solo o seguir en la barra del ventorrillo aguantando la conversación sin sentido de alguno de los últimos que casi siempre eran los mismos y se te caía la cabeza y maldecías la ocurrencia de haber ido a esa verbena cuando a las cinco o seis de la mañana, sin tener galillo para un trago más, esperabas y esperabas hasta que la voz del dueño del coche aparecía y ¡muchacho vamos! 

Esta vez no iba a ser así, venía Julián a pasar el fin de semana y venía con la novia. Así que estaba garantizada la ida y la vuelta. Quedaron en el Kiosco Ramón a las nueve y media.

Estaba eufórico, silbando mientras elegía la ropa que ponerse. Un vaquero desgastado, usado y suave, camisa blanca de algodón bien planchada, con las mangas remangadas y las adidas Stan Smith, blancas del todo, sin la cuña verde de atrás, un toquito de agua de colonia y a la calle.

Eran las nueve, el kiosco Ramón hervía, mil conversaciones a la vez, ¡una caña!… Se hablaba de fútbol, del comienzo de la liga, de palomas ¿qué, pa Alajeró?,  preguntaron: si vamos a dar una vueltita a ver como se tercia la noche. Otra caña y manises. José Ramón  pidió un ron con limón ¡muchacho! Y un plato de pata para los dos. Estaba buenísima la pata y el ron fresquito con ese sonido de los hielos que le da música ¡magnífico! José Ramón le cogía del brazo, le hablaba al oído alabándole y dándole consejos a la vez, cariñoso y fiel como siempre.

Apareció el coche de Julián, eran las diez y media ¡espera un momento, ya voy! Pidió dos bocadillos de lomo para llevar y dos botellas de agua – recurso de fiestero –

Julián y Estela parecían enfadados pero no, enseguida empezamos a hablar, más Estela que Julián, que puso un casete, Frank Zappa, Eric Clapton, Led Zeppelin, de todo.

Llegaron y buscaron aparcamiento en la parte baja de la plaza, en dirección al sur y lo encontraron después de un buen rato porque estaba todo llenísimo. Dejaron los abrigos en el coche, el agua y los bocadillos para la vuelta. La calle de subida a la plaza era un río de gente, vociferando todos, bromas, risas, piernas y minifaldas y alguno bastante cargado ya.

Plaza de Alajeró a tope, desde la carretera hasta el fondo donde estaba el escenario, ambientazo de fiesta, gente de todos sitios, de todas las edades, exuberancia femenina por todos lados. La esquina del ventorrillo detrás de la iglesia tenía un huequito, ahí se posó, pidió para los tres. Estela fue a saludar a unas amigas y se enredó, ellos dos comenzaron el carrusel de rones con alguna escapada al coche, a otros coches, conversaciones apasionadas, nadie escuchaba a nadie, solo a ellos mismos.

Julián se contorneaba hablando casi con todas las mujeres que pasaban, Estela perdida, de vez en cuando aparecía y se llevaba una copa y él miraba a la plaza a los que bailaban, alguna coquetería con alguna chica que pasaba y los rones que seguían bajando.

Dejó la esquina y se acercó al borde del baile. En un lado de la plaza bailando con un hombre flaco y alto, muy alto, unos ojos se cruzaron. Era la chica que unos años antes descubrió saliendo de la playa con aquel bañador negro. Ya era una mujer completa, con aquellas piernas largas y esa mirada salvaje que huía y a la vez te clavaba los ojos que te hacían temblar.

Un rato después, nervioso y torpe, la cogió del brazo y la sacó a bailar. Sintió su calor, su olor, las manos húmedas y desaparecieron todas las caras del baile, casi hasta los sonidos, solo estaba ella, su cuello, su cintura en su mano. Le dijo que si quería tomar algo, comer alguna cosa. Ella negó con la cabeza, le dijo que había venido con amigos pero que también estaban sus tíos y corrió de nuevo hacia el centro de la plaza, del baile.

Volvió a la esquina, pidió otro ron, ¡no! Ponme solo un schweppes de limón. Se lo bebió de un trago mientras escuchaba un par de cumbias graciosas, bien tocadas. 

Julián parecía discutir con su novia en la parte de atrás de los ventorrillos, gesticulaban los dos y ella parecía llorar. Volviendo, Julián dio un traspiés y casi se cae. Corrió hacia él pero se mantuvo erguido solo. Estoy bastante perjudicado dijo, deberíamos irnos. Le dijo que fuera bajando y que lo esperara un momento, que no tardaba, que no se fuera.

Se metió en la plaza hasta el centro, no la veía, miró a todos lados. Allí estaba, al lado del escenario, riendo con una amiga. Fue hasta ella. Le dijo que fuera con él, que la llevaría a La Villa. Ella lo miró fijamente, con valentía. Espera un momento y se volvió. Habló con la amiga que soltó una carcajada, ¡si muchacha! Escuchó él que decía la amiga ¡aprovecha! Mañana te llamo para ir a la playa. 

Vete tú delante hasta la iglesia, ahí te cojo. El corazón se le salía por la boca. Ella llegó corriendo, poniéndose bien el pelo, recogiéndolo con una cinta detrás, en el cuello. Se puso a su lado y no dijo nada más. 

En el coche, Julián y Estela esperaban callados, Julián casi dormido. Se sentaron en el sillón de atrás, cada uno en un extremo. 

El coche arrancó y cruzaron el pueblo, salieron por la carretera hacia el sur, para ir a La Villa por Playa Santiago. Cuando las luces de Alajeró quedaron atrás y a lo lejos se veía el mar, un giro brusco del volante los sobresaltó. ¡Para Julián, para! Arrimó el coche, lo sacó de la carretera. ¿qué pasa?. Hay que parar, descansar, dormir y después seguimos. Si no lo hacemos nos matamos. Estela asintió, Julián dijo algo inentendible. Ella no dijo nada, se refugió en su asiento junto a la puerta con las manos juntas entre los muslos.

Pasaron algunos coches, podían ser los últimos del baile; se durmieron enseguida, Julián el primero, Estela se puso una rebeca por encima sin meter las mangas. Ella parecía dormir con la luz de la luna en la mitad del rostro dándole más misterio y belleza.

Él se despertó suavemente, sin asustarse, como en él era habitual. Abrió los ojos, delante Julián soltaba un ronquido suave, Estela parecía no estar y ella se había estirado y su pié desnudo reposaba en el muslo de él. Miró la pierna larga, el pantalón vaquero, la camisa vaquera, la sandalia de piel en el suelo y el pié largo con los dedos también largos. Suspiró, lo acarició con suavidad y lo puso sobre el sillón.

Abrió y cerró la puerta con cuidado para no despertarlos. Estiró los brazos y volvió a suspirar. Cruzó la carretera, estaban en una lomada con pendiente ligera, siguió bajando hasta la orilla de lo que parecía una pequeña cañada. La luna alumbraba con certeza y hacía seguro el caminar, cuando dio un pequeño salto para ir hacía la cañada sintió que alguien, algo, le seguía; se giró y allí estaba ella a un metro, se estregaba con una mano un ojo, la otra pegada al muslo. Él sonrió y le extendió la mano. Caminaron, ayudados por la luna por una especie de sendero que giraba hacia dentro de la pequeña cañada, en silencio. Ella apoyaba su mano en la espalda de él y seguían como si supieran a donde iban.

Aparecieron las sombras de unas ramas y se situaron bajo aquel árbol. No era alto y olía de manera intensa, alzó la mano y cogió un higo de aquella higuera solitaria. Lo abrió y lo puso en los labios de aquella mujer que aquella noche estaba sola con él y parecían los dos los únicos del planeta. Ella hizo lo mismo con otro higo mojado por el sereno, y rozó los labios de él en aquella noche de septiembre.

Se doblaron las cinturas, se abrieron las bocas, se recorrieron hombros y piernas, pies y manos.

Los higos y su intensidad invadieron la noche. La luna el único testigo.

Aquello pudo durar un instante o cinco mil años. Solo ellos lo saben.

Volvieron al coche, los demás ya no importaban, ni la hora, o si era de noche o de día. Llegaron a La Villa cuando amanecía. Los dos dibujaron una media sonrisa al despedirse.

No quedaron en nada, quizás confiaban en el poder de las noches de septiembre, o en la luna, o en los higos de leche.

Benjamín Trujillo.

btrujilloascanio@gmail.com

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