Desde muy niño los años acaban en junio y comienzan en septiembre. El calendario escolar se quedó impreso en mi vida, en la que uno sufre y disfruta.
En los tiempos de la escuela, la llegada del nuevo curso, el nuevo año traía siempre novedades: alguna maleta nueva, algún balón, lápices distintos, un bigote en ciernes y compañeros nuevos. La hija de un guardia civil, el hijo de un militar, del cuartel o de La Marina. Eso removía septiembre, pero poco a poco todo iba volviendo a su cauce de grupos de afines y enemistades declaradas, poca cosa en mi caso; no hubo terremotos ni cataclismos en la escuela, ni variaba mucho la vida de junio a septiembre. Otra cosa fue en el Instituto.
En los trece, los catorce y adelante, el amor, la atracción y los deseos cambiaban casi todo después de cada verano.
Había amigos gorditos (espero que sea políticamente correcto decirlo así) graciosos, ocurrentes a más no poder, que volvían hechos unos cachas pero que habían perdido la gracia y los chistes; volvían con el cerebro plano y, eso sí, unos brazos que asustaban. Algunas chicas se iban en junio menudas y alegres y regresaban en septiembre dentro de otro cuerpo de mujer, con la mirada cambiada y todo aumentado. Era un auténtico desastre, yo me enamoraba mil veces pero ¿de quién? ¿de la qué se iba? ¿de la qué volvía?. Claro, después de estas mutaciones, los grupos cambiaban, las chicas renovadas o transformadas se relacionaban con chicos mayores y mantenían sus antiguas alianzas solo para asuntos escolares. Los chicos transformados entraban en un profundo y casi depresivo estado. No ligaban ni con las chicas cambiadas, ni con las mayores ni con ninguna. Olvidaban hasta el fútbol, se habían vuelto más torpes. Parecía que estaban empalados, tiesos y serios, con la cara llena de granos.
Y yo seguía enamorándome, de alguna de mi curso, de otras más grandes, de alguna profesora ¡hasta de las tizas!, me enamoraba. ¡Qué tormento!.
En la universidad todo cambió pero no a mejor, no se crean.
Aquí las cosas fueron diferentes, y en mis tiempos que fueron convulsos e intensos en la política y en los cambios de hábitos, mucho más. En La Laguna, los que vivíamos juntos durante el curso rara vez nos veíamos en el verano. La ruptura de un año a otro era mayor. Éramos mayores y dábamos a todo una mayor trascendencia.
Algunos, que no querían saber nada de política durante el curso, volvían en septiembre cómo si hubiesen estado en un campo de reeducación vietnamita en verano, recitaban de memoria citas del Libro Rojo de Mao, hablaban de Lenin cómo del colega de la esquina y volvían blancos y escuálidos cómo si no hubiesen pisado Las Canteras o Maspalomas y no se hubiesen comido ni un perro caliente en las vacaciones.
Otros, con incipiente “pluma” en invierno, regresaban cómo auténticas reinonas en septiembre y en los pasillos de Filosofía o en los del San Fernando montaban unos happenings maravillosos.
Alguno volvió con la cabeza perdida absolutamente, murmullando, sudoroso y con esos ojos que te hacen preguntarte ¿donde estará?. Unos decían que fueron las drogas, otros que el amor y muchos que las dos cosas.
A unos cuantos de los que cambiaron tanto los he vuelto a ver, a la mayoría nunca más.
Al amigo que perdió la cabeza ese verano pasé muchísimo tiempo sin volver a verlo. Hace unos años, pocos, subí de Santa Cruz a La Laguna para unas gestiones, a media mañana pasé por la plaza de la catedral y allí estaba él, con el pantalón amarrado con soga, descalzo, con barba descuidada y balbuceando algo solo. Pasé a su lado y me costó no saludarle. De repente, ¡Ehh! ¡Gomero! ¡Benjamín!. Puso los puños hacia el cielo cómo si empuñara unas baquetas y gritó: ¡Tum, tum, tum, tum!. Se paró y dijo ¿Recuerdas a Phil Collins tocando con Génesis? ¡Fantástico!. Siguió andando hacia la calle Juan de Vera, por donde está el charco.
Yo me volví hacia la calle La Carrera y caminé hacia arriba, hacia el norte hasta ver el campanario de La Concepción y respirar profundamente. Se me quedó la mirada triste y melancólica, igual que cuando hay muchas cosas que no entiendo.
Cuando se acerca el tramo final del curso siempre me recorre un cosquilleo y, en estos tiempos de incertidumbre, quizás se acentúe más.
¿Qué pasará este verano?
Benjamín Trujillo.