«Demonios en el paraíso» por Benjamín Trujillo

Hace unos años estaba en una de las plazas de aquí, de La Villa, con el hijo de unos amigos que vinieron a visitarnos. El niño jugaba al balón con otros niños. El balón, como tantas otras veces, fue a dar con una silla de la terraza de un bar molestando a los ocupantes. La dueña del bar cogió el balón y, como una fiera le gritó al niño que no le daría el balón y que además iba a llamar a la policía, cosa que hizo. Un policía local apareció poco más tarde y parecía el aliado o el empleado de la dueña del bar. La señora gritaba y gritaba y el policía hacía mil esfuerzos para consolarla y gritaba de igual manera al niño desconsolado, confuso y asustado. Después de algunas negociaciones y un día más tarde recuperamos el balón, muy sucio y lleno de grasa.

La cara y los gritos de la mujer y el policía seguro que quedaron grabados en Gonzalo, el niño. Yo no he vuelto a ese bar y nunca me senté en esa terraza.

Cuando era niño tuve miedo de algunos mayores, algunos viejos. En muchos casos los miedos o los temores eran infundados, simplemente eran personas de rostro serio o que vestían de forma rara; con el paso del tiempo mis prejuicios con ellos desaparecieron. Con otros no fue así.

Conocí a gente mayor maravillosa durante mi infancia;  me enseñaron, me contaron historias fantásticas, me protegieron, me dieron ejemplos de generosidad, de paciencia y de templanza. Otros no. Conocí también a gente mala, oscura, violentos, celosos y adulones. Alguna vez, ya de mayor, me he cruzado, incluso tuve alguna pequeña conversación, con alguno de estos que están en mi personal estantería de los horrores; están muy viejos y siempre me da la sensación que viven con su propio horror, con su propia culpa, conscientes del rechazo que siento por ellos.

Maestros, profesores, curas, médicos, empresarios, capataces de obra, de todas las profesiones, de todas las condiciones sociales. Rostros que aparecen en mi memoria llenando de horror el territorio de mis sueños.

Recuerdo padres con el cinturón en la mano golpeando a sus hijos, maestros que mentían para salvar su incapacidad para enseñar, curas capaces de humillar a quien fuera para esconder sus miserias o ignorancia, hombres y mujeres aduladores de cualquier clase de poder, abusadores, valientes con los débiles y sumisos con los fuertes.

Y todas esas caras y gritos, manos pálidas y babosas, miradas negras como el piche, aparecen cuando oigo demasiados halagos a esta tierra, a esta isla, a su belleza y a su magia.

Entre los mares de nubes, las puestas de sol, la exuberante vegetación o los imponentes roques, vive también la miseria de la condición humana.

Esto es parte del planeta Tierra. Mientras disfrutas de un café bajo los laureles, un hijo maltrata a un padre, le golpea, le roba. Un amigo me manda un cartel publicitario en La Gran Vía de Madrid. Una sugerente foto de la laurisilva en El Cedro, un lema, El País Oculto. Parque Nacional de Garajonay. Isla de La Gomera.

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